Por Fernando Quiroz
Juraría que era Pavarotti. El tenor de Módena, uno de los más grandes que ha dado la historia, interpretaba el final de Nessun dorma. A todo volumen, se oía su voz a través de los parlantes instalados en los corrales de salida, cuando decía en italiano “venceré, venceré”.
Faltaban pocos segundos para que comenzara el conteo regresivo, diez, nueve, ocho…, y se cumpliera la primera parte del sueño de correr la maratón de Buenos Aires. El instante con el cual había soñado tantos meses. El momento para el cual había volado 4.664 kilómetros desde Bogotá.
La segunda parte del sueño sería cruzar la meta, pero aún faltaban casi cinco horas para confirmar que lo lograría. Para recordar a Pavarotti y responderle que sí, que había vencido, que lo había logrado. Que habían valido la pena aquellas madrugadas, aquellas renuncias, aquellos entrenamientos que por momentos me hicieron dudar de la posibilidad de salir airoso de mi primera maratón… una maratón que había decidido correr a los 54 años, nueve después de haberme librado del lastre del cigarrillo, cuya venenosa presencia me acompañó durante más de dos décadas.
Cuarenta y dos kilómetros separaban un instante del otro. Cuatro horas y cuarenta y nueve minutos en mi caso, que no buscaba ganarle a nadie más que a las dudas que me asaltaron en algún momento. Y allí estaba la gracia: en lograr que aquellos pulmones que tanto humo soportaron me llevaran hasta el final. Que las piernas que literalmente habían flaqueado la primera vez que superé los treinta kilómetros se mantuvieran firmes. Que la cabeza me repitiera tantas veces como fuera necesario que yo era capaz de lograrlo… que lo lograría. Que vencería, como Pavarotti.
Cuarenta y dos kilómetros separaban la línea de partida de la ansiada meta, que estaba muy cerca de aquel río que baña a Buenos Aires y que es tan ancho, tan ancho, que por momentos se confunde con el mar. Tan ancho que al otro lado está la República Oriental del Uruguay.
Dieciocho años atrás había vivido en la capital argentina, una ciudad con la cual estaba afortunada e inexplicablemente unido. Allí viví por primera vez fuera de mi ciudad natal. Allí escribí mi primera novela. Allí recibí mi primer premio literario. Y allí corrí mi primera maratón, que es uno de los momentos más significativos en la vida de un corredor.
Los días previos a la carrera, con una ansiedad que desconocía pero que le daba forma a una agradable espera –similar a aquellas esperas por los momentos felices de la infancia– había evitado las carnes rojas y el alcohol, había comido cantidades astronómicas de pasta y me había hidratado como si fuera a cruzar el desierto.
El día señalado me levanté antes de que sonara el despertador, desayuné con un generoso plato de fideos que había comprado la víspera en un restaurante de la avenida Santa Fe, me duché mientras comprobaba que era cierto que el día había llegado y que estaba a poco menos de dos horas de lanzarme a recorrer las calles de esa ciudad que tanto amaba. Un beso de mi mujer, antes de partir del hotel, me llenó de confianza y me recordó que no solo corría por mí, sino también por todos aquellos que me habían apoyado y acompañado en los largos meses de preparación.
No se habían acabado de encender las luces del cielo cuando llegué al enorme parque que acogía a los corredores antes de la partida. Mientras avanzaba hacia el corral que me correspondía miraba a todas partes con enorme curiosidad. Tenía 54 años, y muchas de las sensaciones de aquel día me eran nuevas del todo. Me sentí muy afortunado de seguir descubriendo el mundo por cuenta de mi afición a correr. Me llené de una seguridad enorme y de una felicidad que por momentos se manifestaba con lágrimas de emoción.
Me tomé el primero de los geles Going que me regaló mi hijo para ayudarme a cumplir el sueño de cruzar por primera vez la meta de una maratón, y mientras el gel entraba en mi cuerpo sentí también su voz de aliento que me daba un impulso cariñoso. Luego de Pavarotti vino la cuenta regresiva: …cuatro, tres, dos, uno, cero… y me lancé a correr como si fuera a conquistar el mundo. Y en realidad se trataba exactamente de eso: de conquistar para mis recuerdos y para mis narraciones cuarenta y dos kilómetros de las calles de esa ciudad de mis amores que se llama Buenos Aires.
Corrí en medio de los bosques de Palermo, pasé a un lado del parque de La Recoleta en el que tantas veces me senté a oír a los rockeros de ocasión, conquisté la anchísima avenida 9 de Julio y me emocioné al contemplar a lo lejos el emblemático obelisco que rinde homenaje a los fundadores de la ciudad, descubrí que el viejo edificio del correo se había convertido en imponente centro cultural, miré de reojo la Casa Rosada y seguí de largo hacia la Boca. Allí, muy cerca de La Bombonera, en donde tantas noches alenté a los xeneixes, completé veintiún kilómetros y pegué un grito de felicidad que contagió a mis vecinos.
Tenía la enorme curiosidad de saber qué pasaría cuando llegara al kilómetro 30, y la grata sorpresa fue la de comprobar que aún me quedaba energía para un largo trayecto. No obstante, se trataba del trecho más exigente. Aquel en el cual aparecen dolores nuevos, que hablan de músculos que ni siquiera sabía que existían. Aquel en el cual cada kilómetro parece mucho más largo que los anteriores. Aquel en el cual hay que aferrarse a la imagen de los hijos y de la mujer que espera en la meta, para aguantar.
De repente, aparece el cartel que anuncia el arribo al kilómetro 40, y los ojos se humedecen mientras la cabeza empieza a celebrar. Me domina la sensación de que ya nadie me quitará ese triunfo… un triunfo que recordaré por el resto de la vida. Aunque eternos, los dos kilómetros finales resultan el anticipo de la gloria. Una gloria que empecé a cultivar desde el día que tomé la decisión, cuando la maratón de Buenos Aires estaba aún tan lejana como la posibilidad de hacer realidad ese sueño.